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BROMURO CATÓDICO | A veces, con lo que se espera, sobra

Crítica de cine en #Nordesía: Ángel Luis Sucasas aborda "Fórmula 1", de Joseph Kosinski

La mejor escena de Fórmula 1, la nueva y ya exitosa película de Joseph Kosinski, ocurre casi en su desenlace. Es la última vuelta de Sonny Hayes (Brad Pitt) y sucede en el más completo silencio. Solo se escucha el pulso del piloto y Kosinski rueda la pista, el Yas Marina de Emiratos Unidos, con un gran angular levemente deformado para darnos una impresión poética y surreal; para sentir eso que ha definido Brad Pitt a su nueva pareja, la ingeniera, Kate McKenna (Kerry Condon) poco después de hacer el amor:

“Hay veces, pocas veces, que todo se queda en el coche en un completo silencio, que solo escucho mi pulso, y entonces sé que nadie puede alcanzarme”.

Es la confirmación de que la película, un cuento clásico a lo Rocky, va a acabar exactamente como nos podríamos esperar que acabara; es decir: con los buenos ganando. Con el underdog (esa figura que tanto adora Estados Unidos; el tipo venido de ninguna parte que asciende al Olimpo) confirmándose como vencedor contra viento y marea.

En esta era diarrea mediática, una cosa que ha vuelto a valorarse de manera extraordinaria es la sorpresa. Hay tanta oferta mediática, tanta sobreabundancia narrativa, y mucha de ella, sobre todo en las salas, parte de conocido nostálgico, ya visto mil veces, que el público parece premiar que lo asombren de tanto en tanto con algo que no espera.

Tengo un buen amigo, Harry Krueger, director de uno de los mejores videojuegos de los últimos años, Returnal, que siempre me dice, con su media sonrisa de Han Solo de los píxeles: “La originalidad está sobrevalorada”. Y puedo entender de dónde sale tal sentencia. Ejecutar una obra de arte con precisión, una de las largas, como una novela o una película, es un trabajo de concentración, de autoconciencia ciertamente extraordinario. No debe, jamás, tomarse a la ligera. Por lo que la necesidad de innovar, per se, que tanto valoramos a priori casi como una necesidad para no caer en el olvido, es mucho menor para los artistas que la búsqueda, imposible, de la precisión en la captura del pez dorado que hablaba Lynch. Del canto de las musas. De la inspiración.

Cuando uno va sumando años y rodaje en esto del narrar, se nota. Hay una seguridad que brilla en planos, mecánicas, viñetas, palabras y que distingue a aquel que ha alcanzado la maestría en lo suyo de aquel que todavía se está buscando. Mi sensación con Joseph Kosinski es que ya es, a su nivel, en su estilo, un maestro del narrar. Lo es cuando tiene que hacer una escena capital dentro de un filme, como esa de la que les hablaba en los primeros párrafos, pero lo es también en todos los tramos más mundanos de la trama. Su ritmo en Fórmula 1 no se resiente nunca, y todas sus escenas (y esto es algo realmente difícil de lograr) parecen necesarias.

Pero Fórmula 1 es, también, completamente previsible. Cualquier espectador avezado puede escuchar los engranajes de su trama y adivinar con absoluta precisión cuál va a ser la trayectoria de sus personajes, el siguiente conflicto, la siguiente decisión, los picos y los valles del ritmo...

¿Es eso un demérito?

En otro filme que se sintiera, hagamos la broma, formulaico, seguramente lo sería; pero lo que siento con Kosinski en esta cinta, salvando las distancias, es lo mismo que siento con Eastwood, Ford, Spielberg, Hawks, Zemeckis y tantos y tantos narradores brillantes norteamericanos. Que hay un control, una confianza suma en saber cómo se cuentan las historias; qué emociona; cuándo hay que echar el freno y cuándo hay que pisar a fondo.

Él es el verdadero piloto de Fórmula 1, el que sabe esperar, en el vertiginoso caos que es un rodaje, el momento perfecto para ese adelantamiento soñado.

Y tal sabiduría no precisa de innovar para dejar el estupendo regusto, en el paladar, de haber visto una buena historia.